En piel, la bergamota abre fría, lineal, y tensa el lienzo para que la violeta de Parma despliegue su timbre empolvado—no etéreo, sino con cuerpo—y se funda, a los pocos minutos, con una rosa aterciopelada de dulzor sutilmente picante. Ese diálogo flor–cítrico no corre: pulsa. La bergamota atempera los polvos violetas; la rosa añade brillo especiado y una textura casi cremoso-textil. El corazón florece como una veladura floral que gana volumen sin perder limpieza.

El secado bascula hacia lo ambarado: pachulí de Indonesia con trazo terroso y húmedo, ámbar que caldea la trama y vainilla de Madagascar que no empalaga; más bien deposita una pátina suave que redondea aristas. El acorde final no cae en gourmand: hay sedimento balsámico, madera insinuada y una estela que se recoge en halo íntimo-moderado. Para coleccionistas, la firma destaca por su tensión controlada: frío–cálido, polvo–seda, flor–resina. En vitrina convive bien con iris limpios y ámbares ligeros; si practicas layering, un almizcle blanco transparente le aporta aire, un cedro seco acentúa su porte.

Contexto sugerido: tardes templadas o noches frescas, telas con caída (sastrería, gamuza fina), distancia de conversación. Es un retrato floral-ámbar que privilegia el autocuidado y la identidad: discreto por diseño, distinguido por arquitectura.